lunes, 4 de abril de 2011

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Don Luis Ramírez, amigo muy amigo del cura y del prestamista, era un hombre rico, religioso, soltero, leído y refinado, que a veces tenía ideas tan extrañas como la de apoderarse del castillo de La Villa (un bien público) para en él enterrar a sus perros muertos, bajo lápidas que recordaban los panteones de los reyes medievales. Le gustaba viajar. Y una vez viajó hasta Barcelona, para asistir al Congreso Eucarístico Internacional que allí se celebraba, antes de continuar hacia Roma, donde sería recibido por el Papa. Pero en aquella ocasión no pudo llegar hasta el Vaticano porque encontró la muerte en un hotel de la capital catalana. Y como los canarios no tenían por costumbre morirse en los hoteles, o con las maletas abiertas en lugares poco conocidos, el testamento do don Luis fue difícil de encontrar. O mejor dicho: diversos testamentos del fallecido fueron encontrados en poder de diversos notarios, firmados en fechas muy distintas, y manifestando voluntades contradictorias. En realidad, cada uno de aquellos testamentos dejaba constancia del humor y de la simpatía de don Luis Ramírez en determinados momentos de su extraña vida. Por eso, el pleito entre los herederos que aparecían en unos documentos y no en otros se prolongó durante años. Hasta que, con el parecer definitivo de la Justicia, las sorpresas se convirtieron en derechos de propiedad. Y una de las sorpresas, si no la mayor, fue que a mi pueblo, la Villa de Teguise, donde nunca llovía ni corría el agua, don Luis le dejó una fuente de piedra de Arucas, para ser instalada en el centro de la plaza principal. Mi padre me decía que aquel regalo contradictorio era una maldad (una burla) del don Luis más culto y más inteligente...